Cinco de la mañana y yo ya estaba en la sala de Ginecología esperando que, en realidad no sabía qué esperar.
En las películas, telenovelas, series, hasta en las caricaturas, las escenas de los partos son: un poco de sudor, un pequeño quejido, enfermeras, doctor, esposo, amigas dentro de la sala viendo cómo nace la criatura, un apretón de manos y ¡pum! Llanto del bebé y todos felices.
La realidad es que depende del presupuesto, la privacidad; pero eso sí, VIP o no, el dolor de un parto es bastante fuerte.
Recostada en la camilla con la bata verde y mirando el reloj gris que colgaba en la pared, a mi derecha había una mujer de unos 32 años de edad, llevaba cuatro horas en labor de parto, sudaba, se le notaba el cansancio, y las lágrimas le escurrían por las mejillas, yo la miraba atemorizada; de vez en cuando, la mujer soltaba un grito y se sujetaba de los barrotes de la camilla, se sobaba el vientre y suspiraba; cuando se le pasaban las contracciones, nos poníamos a platicar.
De cama a cama, me contó que era su primer embarazo, una niña, saludable hasta el momento, pero que no dilataba y eso estaba demorando su nacimiento, de cinco centímetros de dilatación no pasaba y ya estaba muy cansada.
En comparación con mi panza, la de ella era bastante grande, de hecho, de las cinco panzas que estábamos a esa hora en la sala, la mía era diminuta, Décimo Meridio se había sumido entre mis órganos, acomodándose boca abajo para iniciar el recorrido a la luz del día. Parecía que sólo estaba inflamada por comer mole verde.
Por mi cabeza pasaban infinidad de pensamientos, de por sí la señora que habita ahí nunca se calla, hoy puedo decir orgullosamente «señora», pero a mis 27 años me parecía un insulto.
Cada enfermera, practicante, pasante, doctor, doctora que pasaba a revisarme, me decía «señora», o «madre», «madre la tuya», «señora tu abuela», pensaba mientras me hacían el tacto una y otra vez, mirándose y comentando sobre mi cuello de la matriz, o platicando sobre su día anterior mientras hurgaban en mi vagina, en ese momento, mi tesorito era propiedad pública y no me avergüenza, yo sólo quería ver a mi hijo.
Debo decir que todo el tiempo de parto estuve monitoreada y cuidada, podrá ser incómodo estar expuesta compartiendo la sala con otras mujeres, algunas esperando bebé, otras esperando quirófano para una histerectomía, la salpingoclasia, o como la paciente de la cama número cuatro, un legrado.
Todo tipo de emociones se viven en esas paredes grises del Seguro Social.
A las nueve treinta se llevaron a la paciente cama número seis, a la sala de expulsión, en menos de cinco minutos se escuchó retumbar el llanto de una niña, ahí se me salieron las primeras lágrimas de la mañana.
Las cosas que una piensa cuando se encuentra en situaciones estresantes, excitantes, emocionantes, dolorosas.
Por mi cabeza pasaba un «no vayas a llorar», «ni se te ocurra gritar», «¿habré empacado suficientes cobijas?» «Debí comer antes». «¿Después de que nazca, luego, luego podré comer?” De las cinco de la mañana a las diez, ya había aumentado a siete centímetros de dilatación, y desde que el sol empezó a brillar más fuerte cruzando por las pequeñas ventanillas de la pared lateral, el ambiente se tornó más «movido» en la sala de Gineco.
El cambio de turno trajo a más enfermeras, practicantes y a un doctor, quien hacía un recorrido cada tanto de tiempo y escuchaba lo que sus aprendices comentaban de cada paciente.
A él lo llamaré «doctor fruta amarilla«, para cuidar la identidad de su apellido. Hasta ese momento mis contracciones eran fuertes, pero tolerables, cada que tenía una, inhalaba y exhalaba, controlar la respiración ayuda, pero no todo lo puedes controlar.
De pronto, entró una pila de doctores jóvenes gritando alrededor de una camilla, les abrieron la sala de expulsión, sin embargo una de ellas sabía que no había tiempo, la muchachita venía coronando, es decir, tenía los 10 centímetros necesarios y la cabeza asomada de su tercera hija, no llegó a la siguiente sala, tuvo a su bebé ahí en medio de todas, que la mirábamos absortas, una cabeza peluda nos demostró la belleza, dentro de tanto dolor, que es traer al mundo a una nueva vida, a una persona.
Obvio la mujer sólo quería que la sacaran y parara el dolor, ver a su bebé sana y seguir su vida. Un celular empezó a musicalizar el momento, una de las pasantes había puesto, por fin, música. No era mi playlist favorito, pero al menos entre contracción y contracción podía tararear las de Sin Bandera:
«Que lloro por ti.
Que lloro sin ti.
Que ya lo entendí,
que no eres para mí.
Y lloroooooooo».
A la media hora cambió el ritmo:
«Si te vas, yo también me voy.
Si me das, yo también te doy.
Mi amor.
Bailamos hasta las diez.
Hasta que duelan los pies».
¨Algo de rock¨, gritaba la nueva señora de mi cabeza, mientras movía el cuello en círculos, los dedos de los pies de arriba abajo y sobaba la panza hasta que… Contracción en tres, dos, aaaaa!
Diez de la mañana y el muchachito no quería salir.
Cuando pasó el doctor fruta amarilla les preguntó desde qué hora yo había llegado. «A las cinco ingresó con cuatro centímetros de dilatación y contracciones cada cinco minutos«.
Me miró y me dijo: «Ya es mucho tiempo, ¿no? ¿Quieres que te pongamos medicamento para acelerar las contracciones? A partir de ese momento va a doler mucho más. ¿Quieres anestesia?» «¿Usted qué me recomienda, doc?» «Pues mira, china, es mejor que te la pongas porque sí duele bastante».
No sé si hacen tiempo para no utilizar medicamento, pero la dichosa anestesia, la famosa anestesia epidural, o «raquia» como dicen las mamás de antes, llegó media hora después de que me aplicaran oxitocina, yo tenía encima contracciones tan fuertes que me sujetaba de los barrotes y hasta había olvidado los ejercicios de respirar, habían pasado a “poncharme” la bolsa con líquido amniótico, mismo que es vital para el bebé durante el embarazo, la famosa “fuente” que se rompe sin dolor y de forma espontánea en las películas.
A partir de ahí el dolor fue incrementando más y más, mientras Juan Gabriel se aparecía en la sala.
A las 10:45 me empezó a hacer la anestesia, sigues sintiendo dolor, pero lo aguantas, y debo aclarar que cada cuerpo lo vive diferente, en ese momento volvieron a pasar los doctores, incluyendo al fruta amarilla, y me dijeron: «tienes nueve de dilatación, cuando sientas que vas a hacer popó, nos avisas». ¿Qué? ¿Lo de la popó es cierto? ¿Qué? Pasaron otros 10 minutos y nada, pero ya tenía mucho dolor. Así que sin quererlo, se me salió un grito aterrador: «Ya, quiero hacer popó«.
Ríanse, hoy en día puedo cagarme de la risa de mi actitud descabellada, porque además olvidé la liga del cabello y traía unos chinos de loca, tipo Mónica Geller en la playa. Las pasantes fueron a verme y llegó el momento.
“¡Puja! ¡Puja¡ Así no, con el estómago. ¡Puja! No baja, doctor”. Y es que en realidad no sabía cómo pujar para sólo empujar al bebé, uno puja para defecar, no pujas con otros órganos.
Ya me había tardado, así que el doctor fruta amarilla, se acercó, suspiró y me presionó la panza con su antebrazo, así el bebé bajó hasta donde tenía que bajar.
Días después entre pláticas, supe que eso ya estaba prohibido, pues podían lastimar tanto a la mamá como al bebé, sin embargo no ocurrió, y la verdad es que ese doctor fruta amarilla, con sus sarcasmos, sus chistes, mi apodo evidente, fue un extraordinario médico y ser humano.
Al instante se asomó una nueva persona en el cuarto, tardó dos segundos en llorar, pues estaba dormido. Lo sujetaron las enfermeras y el residente de Pediatra, que en la sala de Gineco había pasado a presentarse, y apenas si pasaba los 24 años, y el metro cincuenta, midió, pesó, revisó y me enseñó cara a cara a mi hijo. «Dele un beso, señora!” Lo besé y empezó el llanto, llanto y más llanto. La señora fuerte de la sala de Ginecologia se había convertido en la llorona de la sala de expulsión agradeciendo a todos por habernos cuidado. El dolor de había ido y ahí sentí un amor infinito, paz y dicha. Sólo en ese momento, porque después vendrían los temores, la inexperiencia, las enfermedades, el Covid, la muerte, la incertidumbre.
Todo eso que sucede cuando uno está vivo. Todo de lo que tienes que cuidarlo, defenderlo, enseñarlo, sí, muchas risas, muchos momentos que no cambiarías por nada. Muchas primeras veces, ojos maravillados, palabras, frases, los hijos nos superan en todo, y de eso se trata.
A las 11:05 horas, nació la sonrisa más honesta y que ilumina cualquier oscuridad. A las 11:05 conocí al mazuntino más noble, inteligente y terco que existe, el que tiene los datos curiosos más extraños y los chistes más graciosos. En ese instante, supe que, de entre todas las canciones que le canté estando en el vientre, una la podía hacer realidad.
“Nunca nadie me dio tanta luz,
para nadie fui tan importante.
Nunca quise ver tan lejos al dolor,
con verte crecer tengo bastante”.
A las 11:05 supe que duele más una patada en los huevos que un parto, porque tres años después me aventé a tener otro hijo, y hasta la fecha, como dice el Vaquero, no hay ningún hombre en su sano juicio, que después de la primera patada en los huevos, quiera repetirla.